La conocida sala de Barcelona, que en otros tiempos fue la Zeleste, se convierte cada miércoles en templo de jóvenes y universitarios con ‘El Dirty’
Déjenme que empiece esta serie veraniega que escribiré los próximos días sobre distintas discotecas y fiestas nocturnas con lo que significó para mí regresar a un local al que asistí con frecuencia en la que fue la mejor etapa de mi vida.
Hacía más de cinco años que no volvía a Razzmatazz. Durante mi época
universitaria, ir ahí los miércoles se convirtió casi en una tradición y que
solo la pandemia pudo finalizar.
Música de ayer, hoy y siempre en la sala grande y reguetón en la
secundaria, su fórmula infalible
Los miércoles universitarios en El Dirty –así se conoce la
fiesta, aunque también resume a la perfección como queda el suelo de las cinco
salas abiertas de la que fuera la Zeleste–, eran mucho más que una celebración.
Era intentar conseguir las poquísimas entradas que se ponían a la venta por 1€
y que en cuatro años creo que solo conseguí una vez. Era cenar todos juntos en
casa de mi amiga Mar. Era correr para que no perdiéramos el bus. Era hacer
botellón por la zona hasta que un día dos hombres con camisetas de Iron Maiden
se identificaron como policía secreta, nos multaron y aprendimos la lección.
Era darlo todo durante las ¿tres? ¿cuatro? horas que deambulábamos por la
discoteca. Era hacer tiempo para coger el primer metro que nos llevaría de
vuelta a casa. En definitiva, era compartir vida con unas personas que,
afortunadamente, siguen formando parte de la mía.
Por ello, cuando este verano volví a Razzmatazz, el simple hecho de ver su
fachada con sus enormes letras iluminadas y su cartel anunciando que era día de El
Dirty me hicieron viajar atrás. El local estaba lleno de jóvenes,
muchos extranjeros y que seguramente antes se habían dejado caer por la Ovella
Negra con unas jarras que ya son legendarias. En la sala principal, seguían
sonando los éxitos de ayer, hoy y siempre. En la segunda, después de subir sus
reconocibles escaleras iluminadas de rojo, el reguetón era el protagonista. Y
en la terraza, un potente foco seguía iluminando el edificio de enfrente con el
logo de la fiesta. Nada parecía haber cambiado.
Cuando me dispuse a
abandonar el edificio lo hice pensando que, seguramente, estaba cerrando una
etapa. Porque el tiempo pasa. Pero si hay algún estudiante que sigue
consumiendo diarios (estoy seguro que muchos más de los que podamos pensar) y
ha llegado al final de este artículo, le animo a que disfrute de cada instante
de la carrera, fiestas incluidas. Porque si así lo hace, al cabo de unos años
echará la vista atrás y sonreirá con el camino recorrido. Lo mismo que me pasó
cuando regresé a Razzmatazz. Bendita nostalgia y bendita carrera.

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